Si crees que la puntualidad es costumbre inglesa exquisita digna de respeto y admiración, entonces tienes toda la razón. Aunque quizá debas escuchar mi aventura peculiar que me salvó muy ligeramente de la trampa que el destino había impuesto en mi camino para poner mi recorrido en juicio. Son alrededor de trescientos segundos los que conforman los benditos cinco minutos que me dieron la oportunidad de contarles mi anécdota de Dios. Era un día malhumorado con las nubes en todo su esplendor pero yo debía llegar precisamente a Nueva York. Saliendo del hotel, llegue hasta la esquina donde estaba aquel burdel, en la calle había taxis por doquier. Yo le hice la parada a uno que venia a paso veloz y al subirme preguntó: -¿A dónde se dirige vos?- yo le dije que me llevase al aeropuerto para coger mi vuelo. En el camino tuvimos que parar debido a un embotellamiento el cual salvó mi vida de un gran lamento. Finalmente, al llegar corriendo hasta la sala desde donde mi avión iba a salir, una señorita se me acercó y me dijo que había perdido mi vuelo, que mejor me fuese a dormir. Mientras desdichadamente me tomaba una copa en un bar de Pamplona, escuche vagamente una noticia en la televisión que despertó mi atención: Según los últimos informes un avión con destino a Nueva York acaba de caer en medio del océano Atlántico, las pocas víctimas sobrevivientes nadan torpemente en un estado de pánico mientras que los muertos descansan sus cuerpos entre la manada de tiburones hambrientos. Después de escuchar semejante barbaridad, de un trago me acabe mi copa de coñac y me dirigí al baño precisamente para cagar.
jueves, 10 de septiembre de 2009
CINCO MINUTOS TARDE
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